Este es el texto de "Una sombra sobre el misterio", el cuento de María Nazaret Agudo publicado en el libro Abordaje:
Al llegar corriendo a la parada de autobús, nos recibió un gran soplo de viento que arrebató el gorro a Dani. Íbamos, como siempre, discutiendo por tonterías.
Seguimos con la discusión camino a clase y, cómo no, gané yo. No sé si me deja ganar porque soy una pesada, o porque no sabe qué decir.
Al pasear me di cuenta de que era un bonito al igual que ajetreado día en Sevilla. Eran las siete de la mañana y el cielo parecía estar despertando de un largo y profundo sueño. Todo estaba lleno de ancianas que hacían la compra, hombres con chaqueta y maletín, personas mayores leyendo el periódico en una cafetería, personas tocando instrumentos, coches y más coches… lo normal en Sevilla.
-
¿Y qué piensa hacer estas vacaciones, señorita
Conan Doyle? – preguntó juguetón Dani.
Aquella pregunta me pilló desprevenida, ya que no tenía idea
fija sobre qué hacer en unas vacaciones que se presentaban mortalmente
aburridas. Al no responder, Dani me presionó:
-
A
lo mejor, la señorita Conan Doyle pasa un rato con el señor Holmes, que
prácticamente es como su hermano.
Me llamaba ¨señorita Conan Doyle¨ por mi gran obsesión por
Sir Arthur Conan Doyle, el mejor escritor policiaco del mundo, y su increíble
Sherlock Holmes, el personaje de literatura policiaca más memorable de todos
los tiempos. Pasaba horas muertas (y vivas) leyendo los libros de Conan Doyle y,
cuando no quedaban más, llagaba la desesperación por encontrar algo que satisficiera,
tanto o más, mi sed de asesinatos, robos, muertes, lupas, Watsons… No me
malinterpretéis, pero necesitaba algo que me hiciera sentir viva, en tal caso,
un poco más que los clientes de Holmes.
-
Agatha,
¿sigues ahí? – preguntó él, desconcertado.
Agatha. Un nombre bastante detectivesco, pensé, y sigo
pensando. Para mí es un honor llamarme como otra gran escritora de misterio:
Agatha Christie. Ojalá Dani se llamara Hércules Poirot, como el gran personaje
de Christie, y formáramos un dúo detectivesco genial, pero él no se llama Hércules, ni nosotros somos
detectives.
-
No
sé qué hacer – me decidí a responder –. Leeré misterio, bajaré al kiosco,
compraré gominolas, espiré a los turistas que visitan la Giralda... Lo normal,
ya sabes.- Y ¿por qué no haces algo fuera de lo común? – me sugirió –. Yo me voy a la playa.
- ¿Y qué haces allí fuera de lo común? – pregunté yo, dejándome engañar por ese brillo en su mirada.
-
¡Me
baño! – dijo tan pancho.
-
¡Ya
entiendo por qué está fuera de lo común! ¡Porque te bañas! – respondí yo con
una de mis muchas ocurrencias, y él rió de buena gana.
Hablando de esto y aquello llegamos al instituto y, antes de
entrar, miré atrás y pensé en esas calles, ahora casi desiertas, cómo estarían
dentro de unos días, cuando las vacaciones de verdad empezaran y todos, o casi
todos los sevillanos, se marcharan y todas las demás personas del mundo
llegaran.
…
Vivía en una zona privilegiada: muy cerca de la Giralda.
Nuestro bloque era un bloque antiguo, de esos en los que hay “principal”,
primero, segundo… Yo vivía en el quinto. La mayoría de los demás apartamentos
eran alquilados en vacaciones, excepto los del principal, en el que vivían las
ancianas del bloque para no andar tanto. En el bloque de enfrente vivía Dani
con sus padres. Yo vivía con mi hermano Jorge y mis padres.
Mis padres son Marga Ramírez y Juan González. Son muy
amigables. Hablaban con soltura inglés y francés. Empezaron a hablar idiomas
hace diecisiete años, cuando se conocieron. Además, como ya he dicho antes, en
nuestro bloque se alquilaban pisos, así que seis años antes de que esto
sucediera, tres familias, como por arte de magia, se conocieron: dos
extranjeras que alquilaron un piso y una española que se mudaba. Las tres familias
se hicieron muy amigas e hicieron un pacto: volver a verse cada dos años.
Mi hermano Jorge, no hay palabras para describirlo, aunque
voy a intentarlo con mucho ahínco. Era de estatura media, de pelo color castaño
y ojos a juego: un chico muy bobalicón, que siempre llevaba deportivas. Su hobby
era esconderse en su habitación con las persianas y las luces apagadas a
dormir, jugar a videojuegos y comer.
…
El primer día de vacaciones mi madre despertó muy agitada.
Corría de un lado a otro y farfullaba palabras irrepetibles.
-
¡No
puede ser! ¡Ya llegan! ¡Ya llegan! – gritaba mientras corría.
Pero ¿quiénes llegaban? En ese momento oí a mi padre
tranquilizarla:
-
Marga,
decían que llegarían sobre la ocho de la noche – dijo con muchos aspavientos,
ya que le acababa de despertar.
-
Pero
¿quién llegará sobre las ocho? – pregunté yo desorientada.
-
¡Callaos
todos de una vez! ¡Sobre todo tú! – dijo Jorge refiriéndose a mí y saliendo de
su antro de guarrería y felicidad. Y que sepáis que yo no dije una palabra más
alta que otra.
-
Ya
lo sé, pero tengo que prepararlo todo – le espetó mi madre a mi padre, aún
nerviosa.
-
¿Qué
tienes que preparar? – dije yo.
-
Yo
te ayudaré, cariño – continuó mi padre.
-
¿A
qué le ayudarás? – pregunté yo casi chillando.
-
Gracias,
Juan– dijo mi madre.
-
Pero
¿qué pasa aquí? – pregunté gritando.
-
¿No
lo sabías? Los Watson y los Sawyer van a venir. ¿No te acuerdas de Val, Tom y
Matheo? – dijo ya relajada.
¿Que si me acordaba? Llevaba dos años intentando olvidarlos.
Me acordaba de Val, diminutivo de Valeria. Era una neoyorquina de mi edad, presumida
e intratable. Tenía un pelo precioso, cuidado, rubio y casi perfecto. Tom
Sawyer era su mellizo. ¿Nunca os habéis leído Las aventuras de Tom Sawyer?; pues a sus padres les gustaba tanto
esa novela de Mark Twain, que le llamaron como al personaje principal. Al igual
que su familia, era rubio y del todo intratable, pero de un modo distinto. La
última vez que vino, no paró de hablarme sobre su gran viaje a Noruega. Cuando
empezó a decirme que allí pescó salmones, desconecté. Y, por último, Matheo
Watson: un extraño londinense de unos años más que yo, que no cruzó palabra con
nadie a excepción de un “Simple” cuando le preguntaron sobre la comida. Sus
negros ojos sin fondo quedaron pegados a la pared, como esperando a que en esta
ocurriera algo mágico. Lo único que me gustó de él fue su apellido: Watson.
…
-
¡Agatha!
¿Ya estás vestida? – me preguntó mi madre desde la otra punta del apartamento.
Sí que estaba vestida. Llevaba unas deportivas viejas, una
camiseta roída, unos vaqueros piratas y el pelo recogido en una fea coleta. Aun
así respondí que sí. Al verme, mi madre se puso hecha una furia y empezó a
buscar un vestido en mi armario. Mientras lo hacía, la observé de reojo. Lucía
un bonito vestido rojo, unos tacones de vértigo y un collar de perlas.
Rápidamente sacó un vestido de flores y unas manoletinas marinas. Me los puse
sin rechistar, ya que su mirada empezaba a dar miedo. Tras eso, me alisó el
pelo y terminó de arreglarse. Pronto vi a mi hermano, que salía de su
habitación con mala cara. Me miró y yo le miré, y seguimos nuestro camino como
si nada. Llevaba una camisa a cuadros y unos pantalones bastante feos. Mi padre
lucía parecido.
Pronto llamaron a la puerta y, de repente, una avalancha de
besos, abrazos, alguna que otra lágrima y muchos “¡Cuánto tiempo sin verte!”
llegaron hasta nosotros. Lentamente vi cómo algo me agarraba y zarandeaba, y
que al mismo tiempo una voz chillona quitaba: “¡Agatha, te he echado mucho de
menos!”. Se trataba de Val. Cuando por fin me desprendí de ella, otro bulto
rubio se me abalanzó gritando lo mismo, pero más fuerte. Era Tom Sawyer.
Mientras intentaba buscar un poco de aire, vi cómo un chico moreno y alto para
su edad esbozaba una pequeña y maligna sonrisa al verme tan aplastada. Parecía
ser Matheo. Cuando por fin la cosa se relajó, nos sentamos en una mesa
rectangular que mi padre había colocado en mitad del salón. Hice un esquema
mental cuando todos estuvimos sentados.
Enfrente de mí se encontraba Matheo mirando bobamente a la
pared, como si esta no tuviera un fin. A su lado se encontraba Tom, que seguía
hablando de más viajes y moviendo su flequillo de un lado a otro. Sentado cerca
estaba mi hermano Jorge, que estaba tan aburrido que puso en práctica la
técnica de Matheo de mirar al infinito. Val estaba a mi lado riendo por las
ocurrencias de su hermano, y los padres a lo suyo. Se fue haciendo tarde y mi
madre nos indicó que podíamos pasar al salón para poder hablar de nuestras cosas,
y con eso se refería a que Tom pudiera hablar de sus cosas sin fastidiar a los
adultos.
En el salón, Thomas habló y habló hasta que una voz
irreconocible dijo algo:
-
¿Os
gustan los misterios?
Nos giramos como movidos por un resorte y vimos a Matheo
sonreír. No respondimos, pero, aún así, él comenzó su historia:
Una mano se posó sobre el hombro del chico, que se giró inmediatamente y
pudo observar un gran brazo terminado en manos con largos y finos dedos que
sostenían un pequeño sobre. El chico lo aceptó y pudo leer el contenido enviado desde Scotland Yard
agradeciéndole su ayuda en sus múltiples investigaciones, escrito por la
impoluta caligrafía del inspector Lestrade y una bonita tinta azulada dirigido a
la Sombra de Holmes. Con esto, el chico, orgulloso de sí mismo, corrió hacia la
biblioteca y de camino robó un periódico sin que el tendero se enterase. Ojeó
la exclusiva, cosa que él no podía dejar escapar: “OTRO CASO RESUELTO GRACIAS A
LA MISTERIOSA SOMBRA DE HOLMES. Su gran intelecto sí que hace sombra a Scotland
Yard”, pudo leer. Pronto llegó a su destino, donde la policía le esperaba. Entró
en la majestuosa biblioteca de Londres y se dirigió hacia ellos. Cerca pudo observar
el cuerpo de una mujer de mediana edad y un libro manchado de sangre entre sus
manos. Fue directamente hacia ella, dejando a Lestrade con la palabra en la
boca.
-
Un disparo atravesó el libro e impactó contra su pecho –
dijo agachándose sobre el cuerpo –. Podría haber sobrevivido, pero se desmayó y
se golpeó la cabeza.
-
¿Está seguro de que no murió solo por
el disparo? – preguntó Lastrade.
-
Sí. Porque, tras el disparo, se cayó
y se golpeó la cabeza con la estantería, tercera banda para ser exactos. Cayó
redonda al suelo y, por ese segundo impacto, murió.
-
¿Y usted cree que podrá resolver este
caso, “Sombra de Holmes”? – preguntó Lestrade riendo.
-
Solamente será un juego para niños.
-
Su juego de niños empieza cuando le cuento
que en esta biblioteca solo había tres personas cuando murió: Jorge Ross, un
anciano retirado de la medicina; April Jones, una niña de once años; y David
Evans, un antiguo mercenario. Y su jueguecito acaba cuando se entera de que el
médico llevaba veneno, la chica una navaja y el mercenario una pistola y…
Antes de que Lastrade terminara la frase, la Sombra se había marchado en busca de Jorge Ross, el primer sospechoso.
-
Le prometo que no he matado a nadie.
Soy inocente. Lo único que oí fue un golpe seco y un disparo.
-
¿Para qué quería el veneno? Porque yo
no suelo ir con veneno a la biblioteca.
-
No es veneno. Es una medicación que
he inventado yo mismo contra mi cáncer de huesos – le mostro mientras señalaba
su silla de ruedas.
-
¡Claro! Gracias por su tiempo – dijo,
y se encaminó a casa de April Jones.
Una escuálida y blanca niña le recibió entre lágrimas con la misma excusa.
-
Soy inocente. Solamente buscaba un
libro de Julio Verne y, de repente, me veo envuelta en un homicidio – dijo
rápida e inseguramente.
-
La navaja.
-
¿Qué? – preguntó aún más insegura.
-
Que ¿qué pasa con la navaja?
-
La navaja. De los Scouts – al oír esa
palabra, huyó despavorido, ya que le traían malos recuerdos.
Cerca encontró a David Evans, un veinteañero violento.
-
¡Todos los policías son unos pesados!
¡Yo no he matado a nadie!
-
No te acuso de nada, solamente te
pregunto sobre el tema.
-
¡Pues ya sabes! – gritó.
-
¿Por qué llevabas esa pistola?
-
¡Para defenderme!
-
¿De quién? – preguntó la Sombra.
-
¡De personas que piensan que no
debería estar en libertad! – gritó, y la Sombra de Holmes se marchó.
Hizo un esquema mental: Ross y su medicamento, Jones y su navaja de los Scouts y Evans y su pistola. Era Evans a la fuerza, ya que era el único que llevaba una pistola… Pensó en ello y llegó a Scotland Yard, al despacho de Lastrade, que se encontraba vacío. Entró, y sobre la mesa encontró el libro de la escena del crimen y empezó a ojear lo que quedaba de él. Se trataba de una historia de Sherlock Holmes. Pronto se paró en una hoja y leyó: Muerte a Holmes. IL. Cerca unos pasos se oyeron, y la Sombra saltó por la ventana.
¿Por qué Muerte a Holmes. IL? Se sentía frustrado y dejó el libro cerca de la carta que el Inspector Lestrade le había enviado esa misma mañana: tinta azul, caligrafía perfecta… Igual que con el mensaje, y la misma firma: IL de Inspector Lestrade. Ahora la Sombra sabía quién lo había hecho y por qué.
-
Fue Lestrade – dijo aquella mañana,
dejando mudo a Scotland Yard –. Tú mataste a esa mujer con tu pistola y echaste
la culpa a los demás. Lo descubrí gracias al mensaje que dejaste escrito en el
libro y el que me enviaste. ¿Por qué? Porque te enfureció que en la noticia criticaran a Scotland Yard,
y quería venganza. Simple.
···
-
¿Eso
es todo el misterio? Tiene hoyos – dijo Val.
-
Ese
no es el misterio. El misterio es quién era la Sombra de Holmes. Quien lo
descubra, que venga mañana a mi apartamento – dijo eso y se marchó, igual que
la Sombra.
No es por echarme rosas, pero claro que lo descubrí, y esa misma mañana fui a su casa y le espeté:
-
Eres
tú.
-
Sí…
Yo soy yo – dijo, perdido.
-
Tú
eras la Sombra de Holmes.
-
¿Cómo
lo has adivinado? – pregunto incrédulo.
-
Eres
exactamente igual que él. Desapareces como las sombras, te apellidas Watson y
tu talón de Aquiles ha sido eso de “Simple” - contesté imitándole.
-
Chica
lista. ¿Me acompañas a la biblioteca?
-
¿Me
prometes que no va a haber ningún asesinato?
-
No
te prometo nada.
Gracias a ese “No te prometo nada” nos hicimos compañeros inseparables de aventuras, ya que en la biblioteca pasaron cosas oscuras, más oscuras que la habitación de Jorge.